Por Héctor Plata
La Laguna Rincón, también conocida como Laguna de Cabral, es uno de los cuerpos de agua dulce más extensos y emblemáticos del sur de la República Dominicana. Enclavada en la subregión Enriquillo, este refugio de vida silvestre ha sido históricamente el corazón de las comunidades de Cristóbal, Cabral y El Peñón. Hoy, sin embargo, agoniza en silencio, reducida a su mínima expresión por la combinación devastadora de la sequía, la sedimentación, el abandono institucional y la codicia de particulares.
Según el historiador Rafael Leónidas Pérez, ya cuando los españoles llegaron a la isla, existía un poblado indígena a orillas de la laguna, gobernado por un cacique llamado Guanaconel. Los nativos la llamaban “Guanivan”. Desde entonces, esta fuente de agua ha sido el sustento de generaciones enteras en Cristóbal, no solo por la pesca, sino también por su influencia en la agricultura, la ganadería y la cultura local.
En barrios como La Paja, El Batey Viejo y Los Limones, familias enteras dependían del fruto de la laguna. La pesca era una empresa familiar para los cristobalenses, en la que participaban los pescadores, las marchantas intermediarias y las ayudantes que contribuían con la limpieza del pescado a cambio de algún pago. El pescado no solo generaba ingresos: era el alimento principal. Muchas familias lo consumían hasta dos veces al día, y para conservarlo sin refrigeración se valían de métodos tradicionales como el salado y secado al sol.
El horizonte era un extenso prado verde donde se criaban animales libres, y a su alrededor se practicaba una agricultura de ciclo corto: maíz, batata, cebollín, lechosa, yuca. Era un sistema de vida sostenible, profundamente conectado con el ritmo del agua.
Pero el río Yaque del Sur, antaño su principal fuente de renovación, fue también su verdugo. Las crecidas descontroladas y las malas prácticas de manejo hídrico —sumadas a la falta de mantenimiento del canal Las Damas— llenaron la laguna de sedimentos, aniquilando la vegetación acuática. En los períodos de intensa sequía, como el actual, el espejo de agua desaparece y el lecho se convierte en polvo. En los caminos vecinales, ya es común ver los bueyes cruzar lo que antes era un brazo húmedo de la laguna.
Las especies que alguna vez poblaron la laguna —el roncador, el bosú, el sábalo, la viejaca china, la guabina, el bombero— están desapareciendo. Algunas ya se han extinguido localmente. La flora también ha sufrido: los manglares y otras variedades nativas han sido depredados sin control, favorecidos por el oportunismo de quienes buscan adueñarse de los terrenos secos para especular con ellos.
La pobreza se profundiza entre los pocos pescadores que quedan, quienes ven en la sequía de la laguna no solo una amenaza ambiental, sino una sentencia económica. Hace poco, algunos de estos hombres se me acercaron en el mercado del parque central de Cristóbal, angustiados, pidiendo que se gestione al menos que los domingos se deje llegar agua a la laguna, para que no muera del todo y ellos puedan seguir con su oficio. Ese ruego, humilde pero urgente, es también un grito colectivo de quienes ven desaparecer su única fuente de vida.
Lo más doloroso no es solo la pérdida ambiental, sino la indiferencia. Durante años, hemos observado un escaso o nulo interés de las autoridades por salvar este ecosistema. El Ayuntamiento de Cristóbal ha sido testigo mudo de esta tragedia. No hay voluntad política, ni planes de manejo sostenible, ni siquiera acciones de mitigación básicas. Ni el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos (INDRHI), ni el Ministerio de Medio Ambiente, ni la Gobernación Provincial han mostrado una respuesta seria ante el colapso ambiental que vivimos.
La Laguna Rincón se seca, y con ella se va una parte vital de la historia, la economía y la cultura de nuestras comunidades.
Este llamado no es romántico ni nostálgico: es un clamor por justicia ambiental y social. La laguna puede y debe ser rescatada. Pero eso requiere acción inmediata, no solo promesas. Se necesitan inversiones en obras hidráulicas, reforestación con especies nativas, programas de educación ambiental en nuestras escuelas, y un sistema de gestión integral que involucre a los actores comunitarios: las juntas de vecinos, la iglesia, los centros educativos y la juventud organizada.
Porque lo que antes era orgullo y fuente de riqueza, hoy está a punto de desaparecer. Y si dejamos que la laguna muera, también estaremos dejando morir a Cristóbal, a Cabral, a El Peñón… y a una parte de nuestra identidad como nación.